En 2022, el Líbano contaba con 6382 personas privadas de libertad, de las cuales, la mitad se albergaba en la prisión de Roumieh, un establecimiento que tiene tres veces más reclusos que plazas. Los límites legales de la prisión preventiva no se respetan, y los reclusos preventivos, que representan más del 50 % de la población carcelaria, pasan meses o años en espera de juicio.
La administración penitenciaria sigue adscrita al Ministerio del Interior, ya que el traspaso de las competencias al Ministerio de Justicia aún no se ha hecho efectivo. Los miembros de las Fuerzas de Seguridad Interna (FSI), un cuerpo de la Policía nacional, ejercen como guardias penitenciarios, sin que se les dispense ninguna formación. Algunos módulos o centros están bajo el control del Ejército.
Varios casos de tortura y malos tratos se han registrado en las prisiones del país, a pesar de que en 2017 se promulgó una ley que tipifica este delito. Algunas ONG han denunciado casos de abuso contra las personas del colectivo LGBTQI, quienes no gozan de ninguna protección particular y son a menudo víctimas de violencia por parte de sus compañeros o del personal. En 2021, las organizaciones Human Rights Watch y Amnistía Internacional denunciaron unos cincuenta casos de tortura, sobre todo, contra reclusos sirios. Estos actos se cometen, por lo general, para obtener confesiones. En 2016, se creó un Mecanismo Nacional de Prevención dentro de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, pero los miembros solo se designaron en 2019. La institución sigue sin ser operacional debido a la falta de reconocimiento oficial de sus funciones y a problemas de financiación.
Desde 2019, el Líbano ha atravesado una fuerte crisis económica: el PIB per cápita cayó en un 40 %, la moneda perdió el 90 % de su valor y una parte de la población tenía dificultades para alimentarse correctamente. El Banco Mundial afirmó que se trataba de uno de los peores colapsos económicos mundiales desde 1850. En agosto de 2020, una doble explosión, que devastó el puerto de Beirut y varios barrios de la ciudad, dejó un saldo de 214 muertos y 6500 heridos.
Mientras el país luchaba por recuperarse, la crisis socioeconómica se hacía sentir en prisión: la administración penitenciaria comenzó a reducir la calidad y la cantidad de las comidas; los reclusos no podían comprar alimentos debido a la inflación; había escasez de medicamentos, médicos, artículos de higiene y ropa; las visitas de los familiares se hacían cada vez más raras debido al alto precio de la gasolina, y se mermó la distribución de los productos de primera necesidad.
Las organizaciones de la sociedad civil empezaron a recibir solicitudes para prestar servicios, que, por lo general, corresponden a las autoridades: ayuda jurídica, formación del personal, apoyo médico o psicológico, etc. Además, la pandemia de COVID-19, de la que no se libraron los reclusos, continuaba afectando su vida cotidiana en términos de actividades, formaciones e intervenciones exteriores. Las crisis consecutivas han venido degradando un sistema carcelario que ya estaba en mal estado.