LA CELDA Compartía celda con otros 35 o 40 reclusos, una celda ocupada por encima de su capacidad, sobrepoblada como todas las cárceles aquí. Los únicos muebles que había en la celda eran las esterillas y las mantas que teníamos para dormir, separadas unas de otras por apenas 30 centímetros. Las ventanas de la celda estaban tan altas que para ver el exterior los presos tenían que subirse sobre algo, por ejemplo varias mantas apiladas.

En Suazilandia, los reclusos en espera de juicio permanecen encerrados las 24 horas del día. No teníamos el privilegio de salir, como los penados. Estar encerrado todo el día suponía un gran desafío mental; vi cómo empeoraba la salud psíquica de algunos compañeros presos mientras esperaban su juicio.

Recuerdo la dulce melodía de las canciones que solíamos cantar en el coro de mi celda. El coro nos ayudaba a seguir adelante, nuestros gritos llegaban a los demás reclusos y al personal.

La cárcel no es un juego de niños. Puede forjar o destruir el espíritu de un preso. Los días más largos se pasan entre cuatro paredes. Cuando uno está encerrado pierde la noción del tiempo: el día parece interminable, un año se hace eterno. Teníamos que levantarnos a las 5 de la mañana y acostarnos a las 10 de la noche.

Yo siempre era de los primeros en utilizar el baño para poder darme una ducha caliente, un lujo que solo los más madrugadores podían disfrutar porque el agua caliente siempre se terminaba pasados un par de minutos. Solamente había dos duchas abiertas y dos baños en las celdas. Cada mañana, antes de las 6, uno de nosotros leía las Escrituras (la Biblia) en voz alta para comenzar el día. El que quería rezar podía hacerlo después de la sesión de Biblia. La lectura de la Biblia y las oraciones resultaban fundamentales para ayudar a algunas personas a seguir adelante. Sin ayuda psicológica, rezar se convertía en la única fuente de esperanza.

Oficialmente, el día empezaba a las 7 de la mañana con el recuento matutino que hacían los guardias, que debían encontrar a todo el mundo limpio, la celda ordenada y las esterillas recogidas. Esto resultaba muy complicado en los fríos inviernos de Mbabane. Hacía un frío horrible en esas celdas de hormigón sin calefacción. Podías verte al borde del llanto debido al frío y solo la vergüenza de llorar en público podía hacer que te contuvieras. Después del recuento llegaba el desayuno, que consistía en unas tristes gachas cuatro días a la semana y pan con té negro tres días a la semana. Todas las comidas las servían frente a las celdas los penados. Cogíamos la comida y nos metíamos rápidamente en las celdas para comerla.

Había tres recuentos diarios. El segundo era hacia las 10:30 de la mañana y el tercero a las 4 de la tarde, y después de este último recuento, los guardias cerraban las puertas. La parte humillante del recuento era que estábamos obligados a agacharnos en filas de cinco.

Cuando se cerraban las celdas tenía la sensación de que me iba a pasar el resto de mi vida allí.

Después del cierre de puertas hacía algo de ejercicio junto a algunos compañeros en el pequeño espacio donde estaba el baño. Aunque las normas de la cárcel nos prohibían hacer ejercicio, yo tenía que incumplir esa norma por mi propio bien.

Algunas mañanas realizaban registros aleatorios. Esta experiencia era humillante, con muchas agresiones verbales y en ocasiones físicas. En varias ocasiones vi a los guardias agredir y humillar duramente a otros reclusos durante los registros nocturnos. Se llevaban a los menos afortunados a celdas de aislamiento, donde eran golpeados y expuestos a trato degradante.

Mi derecho de visita estaba limitado debido a mi condición de preso político. Solo podía registrar los nombres de tres personas a las que se les permitía visitarme. En alguna ocasión, este derecho fue incluso restringido, ya que los responsables de la prisión de repente me prohibieron recibir visitas durante meses. No fui consciente de mi restricción del derecho de visitas hasta que mi abogado me lo dijo. Después de una lucha contra las autoridades penitenciarias se levantó la prohibición, aunque el número de visitas seguía siendo de tres personas. Los reclusos preventivos tenían el privilegio de recibir visitas cualquier día de la semana entre las 9 de la mañana y las 3 de tarde, pero solo durante cinco minutos, lo que se hacía muy corto. Me convertí en representante de los reclusos para tratar de cambiar este régimen de visitas tan inhumano, pero perdimos la batalla. Durante las visitas, ni siquiera podíamos tocar a la otra persona; estábamos separados por una gruesa valla y bajo la atenta mirada de dos guardias, mientras uno de ellos apuntaba en un libro la conversación. Aunque era importante recibir visitas durante la estancia en la cárcel, todo el contexto hacía que la experiencia fuera horrible.

Al final, cuando el juez me absolvió, yo estaba eufórico. Siempre recordaré el día que salí de la cárcel. Esas emociones y sentimientos siguen vivos en mi recuerdo y no creo que los olvide nunca. Fui liberado de un dolor y una humillación permanentes. La cárcel no pudo conmigo, pero las terribles condiciones de vida de ese lugar sí pueden con otros que podrían encontrar dificultades para integrarse en la sociedad al recuperar su libertad.