Las soluciones y los programas que se ofrecen tienen el mérito de existir. Sin embargo, todas las personas con las que nos reunimos coinciden en que son insuficientes con respecto a la cantidad de personas que los necesitan. Las listas de espera son cada vez más largas, y el número de solicitudes desestimadas más alto. En un contexto tan tenso, ¿se podría seguir afirmando que las personas tienen alternativas?
Charlotte Journiac, del programa Passage de Le MAS (Francia), señala que la angustia de las personas es tanta, que están dispuestas a aceptar cualquier cosa, aunque vaya en contra de sus propios intereses. “Siempre les decimos que tienen derecho a no estar de acuerdo con la solución, que tienen la libertad de elegir y que juntos encontraremos una respuesta más adecuada, otra vivienda”. Marie-Pierre Noret subraya los riesgos sociales, profesionales, sanitarios y jurídicos que esto plantea, y que pueden poner rápidamente en aprietos a las personas. Reza Ahmadi, de Canadá, subraya también que: “Debido al problema de disponibilidad, la gente se desespera tanto que termina aceptando cualquier cosa que esté disponible, sin tomar en consideración sus necesidades. Esto suele ser el camino directo al fracaso”.
Para Jane Abad-Martinez y Razika Bizriche, de CLLAJ (Francia), la escasez de viviendas hace que se oriente a las personas hacia soluciones inadaptadas, que resultan perjudiciales para ellas. “Nos envían personas que necesitan un acompañamiento significativo y una presencia constante, pero en el CLLAJ no podemos atenderlas”, explican. “Al no haber otra solución, las orientan hacia nosotros de todas maneras. El problema es que se le resta importancia a sus necesidades. Una mala solución resulta preferible a ninguna solución, a la calle. Lo intentamos, pero intentarlo también supone un gran riesgo para la persona. Como trabajadores sociales, tenemos la responsabilidad de decir que no; ya no queremos aceptar falsas soluciones. Queremos enviar un mensaje al Gobierno y exigir que se pongan en marcha nuevos programas”.
En muchos países, el número de personas que entran y, por lo tanto, salen de prisión aumenta. Sin embargo, la financiación tiende a seguir el camino opuesto. Jane Abad-Martinez y Razika Bizriche señalan:“A pesar de que los presupuestos disminuyen, cada vez nos remiten a más personas sumamente frágiles. No hay proporcionalidad. ¿Cómo se supone que vamos a seguir tratando tantas solicitudes y resolviéndolas de manera adecuada?
En Finlandia el cambio de color político que tuvo lugar recientemente, ha dado un giro a las políticas nacionales de lucha contra el sinhogarismo. La sociedad civil se moviliza contra el plan del Gobierno de recortar las subvenciones públicas a las organizaciones que ofrecen servicios y acompañamiento a las personas sin hogar, de las cuales, muchas han salido de prisión. Las organizaciones recuerdan a las autoridades que estos recortes solo supondrán un ahorro a corto plazo, pero que, con el tiempo, representarán un incremento de los costes. Estas señalan, además, que la falta de apoyo, oportuno y accesible, agrava las dificultades de las personas, lo que a su vez aumenta la demanda de servicios públicos.
Reducir la financiación también significa dar libre curso a la competencia, entre estructuras y entre públicos. Las personas especializadas en materia de vivienda en Finlandia lo denuncian abiertamente en un contexto de crisis multiforme: “Ahora la moda es estar ahí, robarle las ideas a los demás y reunirse con las personas adecuadas para conseguir el dinero que permita poner en marcha los programas”, afirman. “Queremos que se acabe esta competencia desleal. Queremos que las partes interesadas pongan todos sus esfuerzos en la misma hoguera, soplen un carbón y las personas sin hogar puedan calentarse a su alrededor. Esto solo es posible si hay una equidad entre la cooperación de todos los actores y la distribución del dinero”.
Jane Abad-Martinez y Razika Bizriche lamentan la lógica de la financiación por convocatorias de proyectos, en las que se imponen los temas y los públicos objetivo. “Esto nos obliga a trabajar caso por caso, y a jerarquizar las situaciones de las personas ─todas ellas con necesidades acuciantes─ para intentar integrarlas en nuestros programas”, explican.
“A menudo, los casos de muchos de los jóvenes con los que trabajamos no corresponden a los temas prioritarios del momento. O hemos llegado al máximo de personas a las que podemos brindarle acompañamiento. Sin embargo, no podemos decirles ‘lo siento, tu caso no se ajusta a ninguna de nuestras prioridades’, así que lo intentamos, nos esforzamos por hacerlos encajar a toda costa. La logística mental que esto implica es impresionante”.
Para la mayoría de las personas con las que hablamos, esta competencia refleja la falta de reconocimiento por su trabajo. Muchas mencionan el agotamiento que esto provoca dentro de las estructuras, las dimisiones y la dificultad para cubrir los puestos que quedan vacantes.
“La dinámica es muy paradójica: mucho más control por parte de los financiadores, mucha más intervención, y, sin embargo, las necesidades no paran de aumentar”, lamenta Jane Abad-Martinez. “Todo esto afecta el trabajo sobre el terreno, y al final de la cadena, los empleados, agotados, abandonan las asociaciones”.
En Canadá, las Sociedades John Howard de Ontario y Quebec mencionan que la escasez de personal a la que se enfrentan aumenta los plazos de espera de las personas en búsqueda de una solución. Reza Ahmadi considera que la falta de atractivo de las asociaciones acarrea graves consecuencias: Una gran parte de nuestro personal se ha ido a trabajar con otras instituciones o con el Gobierno, ya que se les ofrecen mejores salarios. Nos cuesta cubrir los puestos vacantes, nos falta un 25 % de personal, por falta de competitividad. Además, la enorme rotación de personal que existe en la estructura, nos obliga a dedicar mucho tiempo a los procesos de contratación y de formación. Y las personas que quedan están mal pagadas y sobrecargadas de trabajo“.