En Indonesia, el tsunami de 2004, en el que murió un millar de personas, arrasó dos prisiones en Meulaboh et Banda Aceh. Solo un guardia sobrevivió en Banda Aceh. El huracán Idai, en 2019, destrozó varias prisiones de Mozambique, y cientos de personas privadas de libertad tuvieron que ser trasladadas. En la prisión de Buzi, unos cuarenta reclusos y miembros del personal penitenciario quedaron atrapados en el tejado, sin agua ni comida. En 2021, la tormenta tropical Elsa inundó el condado floridano de Dixie, en Estados Unidos. Los reclusos de la prisión de Cross City quedaron atrapados en un agua llena de residuos, que, al momento del traslado, les llegaba a las rodillas. En febrero de 2024, en las celdas de la prisión de Roebourne, en Australia, el termómetro marcó 43°C.
En todos los países del mundo, el parque penitenciario es particularmente vulnerable a los efectos del cambio climático, como nos lo recuerda Alice Jill Edwards, Relatora Especial sobre la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes: “el 30 % de la población carcelaria mundial vive en los 12 países más vulnerables al cambio climático”.
Los riesgos del cambio climático no se han tenido en cuenta a la hora de construir la mayoría de las prisiones, pues otros criterios han sido, y siguen siendo, primordiales, como la reducción del coste de las infraestructuras o la oportunidad de crear empleo en zonas periurbanas o rurales, desfavorecidas ─a nivel económico y social─ y más expuestas a los riesgos climáticos o ambientales. Sin embargo, la localización de las prisiones juega un papel muy importante. De hecho, al estar tan apartadas de los centros urbanos, el acceso a las instalaciones en caso de emergencia suele ser complejo. Y los diferentes dispositivos, como los muros altos, las alambradas, los múltiples sistemas de seguridad para las celdas, las puertas blindadas, etc., lo complican aún más. En caso de catástrofe, la llegada de los servicios de emergencia es muy difícil y la evacuación de las personas reclusas se produce a menudo demasiado tarde.
Los recursos que emplean las administraciones penitenciarias para hacer frente al deterioro del parque penitenciario son limitados y a menudo irrisorios con respeto al número creciente de personas encarceladas.
La sobrepoblación se ha convertido en un problema endémico que fragiliza el funcionamiento de las prisiones. En septiembre de 2009, la prisión de la ciudad de Pasig en Filipinas, diseñada para 200 personas, albergaba 859 cuando sufrió una grave inundación. Un centenar de mujeres tuvieron que apilarse en dos celdas y más de 250 hombres, en cuatro. En Nueva Zelanda, las camas reservadas para los traslados de urgencia, en realidad, se utilizan a diario, por falta de sitio. La sobrepoblación hace que la estrategia de reducción de riesgos resulte infructuosa.
La falta crónica de personal penitenciario intensifica la situación de vulnerabilidad de las personas privadas de libertad, cuya seguridad depende por completo de la administración penitenciaria. Las personas privadas de libertad, por ejemplo, no pueden adoptar medidas individuales de reducción de riesgos, como protegerse del peligro, conservar suministros de urgencia o intentar ser más autosuficientes para responder a las necesidades básicas.