Aisladas o hacinadas, las personas condenadas a muerte viven en condiciones más difíciles que el resto de la población carcelaria; la consigna de las administraciones penitenciarias es muy clara: mantenerlas en vida hasta la hora de su muerte. Los presupuestos de las prisiones suelen ser limitados y, en teoría, los condenados a la pena capital solo están allí de manera temporal. Sin embargo, en realidad, muchas personas pasan varias décadas en prisión, sin comer ni dormir de manera adecuada, sin recibir atención sanitaria y, a menudo, relegadas y condenadas al olvido.
Una infinidad de privaciones¶
En Mauritania, Camerún, India y la República Democrática del Congo, las personas condenadas a muerte se albergan en prisiones remotas, lo que reduce de manera considerable el de por sí escaso contacto con el mundo exterior que se les autoriza. Los familiares, abogados, intérpretes, representantes consulares y actores externos reducen sus visitas o, simplemente, las suspenden por falta de recursos.
Apartados del mundo exterior y excluidos dentro de la prisión: en Bielorrusia, Japón, Malasia y Pakistán, los condenados a la pena capital están sujetos a un régimen de aislamiento que les prohíbe comunicar con los demás reclusos.
“El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) nos brinda ayuda, pero desde mi llegada a este lugar, ya han muerto tres de las personas condenadas a muerte. Se nos aísla, ya que se nos considera como enemigos de la nación.“
─ Anna, condenada a muerte encarcelada en Maroua, Camerún.¶
Las celdas suelen ser pequeñas y pueden ser individuales, como en Japón, o dobles, como en Bielorrusia. En las prisiones más sobrepobladas de Pakistán y Camerún, el reducido tamaño de las celdas no es un impedimento para alojar a varias personas en ellas.
La vida cotidiana de estas personas es sumamente dura. Mientras en algunos lugares, la luz permanece encendida las 24 horas del día, en otros, la falta de bombillas convierte a la oscuridad en el único horizonte; las pequeñas ventanas, a veces, dejan entrar un poco de luz, pero rara vez la suficiente; la estrechez de las celdas y la falta de ventilación hacen que las elevadas temperaturas sean insoportables. El equipamiento de las instalaciones es variable: en Bielorrusia, las celdas cuentan con una litera, una mesa, unas sillas y un sanitario, todo fijado al suelo. En algunos centros penitenciarios de la República Democrática del Congo, los reclusos tienen que pagar para tener un colchón, o adquirir uno en el exterior; la mayoría duerme en esteras, cajas de cartón, bolsas llenas de hojas o en el suelo.
En Camerún, India, Indonesia y Malasia, el jabón es un producto escaso que solo pueden permitirse los reclusos que trabajan o los que tengan la suerte de recibir visitantes que se lo lleven. En los casos en los que el acceso a las duchas es un poco más regular, surgen otros obstáculos: el desplazamiento de los reclusos a las instalaciones requiere una organización meticulosa que implica [amplias medidas de seguridad], como sucede en Japón.
Por años consecutivos, las personas condenadas a muerte reciben una alimentación deficiente y poco variada: arroz, maíz, cacahuetes, cebada ─a veces en gachas, y a menudo sin acompañamiento─. Algunos solo pueden obtener un poco de carne, verdura o fruta en los días de fiesta o cuando los familiares pueden llevárselos. Las visitas de los seres queridos, aunque poco frecuentes, son, en ocasiones, lo único que los salva de la desnutrición. Cuando estas visitas no son posibles por algún motivo, los problemas de salud de los reclusos tienden a acumularse y a agravarse con el tiempo.
Un vacío desolador¶
La vida de las personas condenadas a muerte se suspende entre cuatro paredes, a menudo, lejos de sus seres queridos y en medio de una inactividad total; sus días, carentes de sentido, trascurren uno tras otro en espera de la muerte. Razón de sobra para perder la cabeza.
Los días de los condenados no son iguales de un país a otro. En Bielorrusia y Japón, por lo general, los reclusos que se niegan a trabajar reciben un castigo. Sin embargo, este no es el caso de los condenados a muerte, a quienes se les prohíbe participar en cualquier tipo de actividad. Privados de libertad, privados de actividades, privados de todo: en algunos lugares, los condenados a muerte están obligados a caminar en círculos sin descanso, se les prohíbe hacer el más mínimo gesto o producir el más mínimo sonido. En otros, como en India y Pakistán, es posible completar formaciones, lo que muchas personas hacen para combatir el aburrimiento, utilizar sus conocimientos en prisión o conseguir un indulto.
“Cuando estaba en prisión, sabía que mi tiempo se perdería, así que decidí hacer algo con él: me propuse mejorar y completar mi educación. Empecé a aprender el Corán y luego terminé mi bachillerato. Enseguida comencé mis estudios universitarios y me inscribí a un máster en estudios Islámicos, del que espero graduarme pronto. Aprendí caligrafía, la cual sigo practicando, y empecé a escribir poesía. Estos hobbies me ayudaban a encontrar algo de paz y esperanza”.
- Safeer, condenado a muerte, pasó 18 años en prisión antes de ser liberado bajo fianza a la espera de una audiencia en el Tribunal Supremo de Pakistán.¶
El contacto con el mundo exterior es escaso; en Bielorrusia y Japón se prohíben las llamadas telefónicas y se censura la correspondencia; en Malasia, una carta recibida sustituye una visita.
Las visitas se autorizan de una a tres veces por semana, en promedio, su duración es variable y su acceso no es nada fácil. En ocasiones, a los familiares de los condenados a la pena capital se les exige dinero para poder ver a sus seres queridos. Los condenados a muerte que tienen un hijo en el exterior no gozan de un régimen de visitas especial, por lo que hijos son los primeros en sufrir la ruptura de los vínculos.
Las visitas suelen tener lugar en condiciones indignas que impiden la privacidad; en India, estas duran entre 20 y 30 minutos y se llevan a cabo en una sala común, en la que cada persona habla más alto que la que está a su lado para que se le pueda escuchar. La humillación es habitual durante el acceso a las salas de visita; en Indonesia, por ejemplo, las mujeres denuncian que se les obliga a quitarse la protección sanitaria antes de ingresar.
La ley del silencio impera sobre las familias, quienes sufren muchos perjuicios económicos y sociales sin poder denunciarlos públicamente; la pena de muerte de un ser querido se lleva como un pesado estigma que se guarda para sí mismo. En ocasiones, los familiares se ven obligados a exiliarse para evitar represalias externas, mientras otros suspenden sus visitas por miedo a ser detenidos.
El dolor del cuerpo y de la mente¶
La salud de las personas condenadas a muerte se deteriora a medida que pasan los meses y los años, pues el régimen de vida que se les impone les genera un gran sufrimiento físico y mental. Por otra parte, mantenerlas en buen estado de salud está lejos de ser una de las prioridades de las autoridades, para las que, en principio, su destino ya se ha decidido.
Las personas condenadas a la pena capital están sujetas continuamente a estrictas medidas de seguridad, lo que les produce un permanente estado de angustia. En Malasia, por ejemplo, los sanitarios son visibles desde el exterior de las celdas para poder mantener la vigilancia constante; en Japón, un condenado a muerte puede ser sometido al “chobatsu”, un castigo que consiste en encerrar a la persona durante dos meses con las manos esposadas y obligarla a comer como un animal; en Camerún, los condenados a muerte pueden permanecer en régimen de aislamiento de 10 a 15 días, a veces encadenados y sin recibir alimentos. A menudo, se les exige una suma de dinero para poner fin a las medidas disciplinarias.
Las infecciones se propagan rápidamente debido al hacinamiento, y rara vez se brinda tratamiento a los reclusos enfermos. La enfermería, cuando existe, sigue siendo en gran medida inaccesible para los condenados a muerte. De manera general, los diagnósticos se hacen tardíamente y los reclusos esperan demasiado tiempo para los traslados, a veces en vano. En Malasia o en la República Democrática del Congo, el tratamiento es el mismo para todas las enfermedades: paracetamol.
Los condenados a muerte no solo tienen que lidiar con su cuerpo devastado por el encarcelamiento, sino también con la aflicción de su mente.
Los trastornos psíquicos no siempre se consideran un motivo para evitar las sentencias de muerte; las evaluaciones psiquiátricas no se hacen de manera sistemática y las numerosas fallas de los sistemas de justicia hacen que regularmente se condene y ejecute a personas con enfermedades mentales. Esto sucede, por ejemplo, en Bielorrusia y Pakistán, a pesar de ciertas disposiciones legales.
Algunos condenados a la pena capital poco a poco pierden la razón; otros experimentan trastornos de ansiedad, y otros, pensamientos suicidas. ¿Morir antes de tiempo? ¡Ni hablar! En algunos países se adoptan estrictas medidas para evitar que esto suceda. Sin embargo, dada la falta de personal médico, no sería correcto hablar de medidas preventivas, sino, más bien, disciplinarias: en Pakistán y en India, los reclusos permanecen en régimen de aislamiento y sus comidas se controlan de manera más concienzuda, una vez que se les anuncia su fecha de ejecución; en Malasia, por ejemplo, se sirven comidas que no tengan huesos.